Monday, May 26, 2008

CATEQUESIS DEL 21 de mayo


Romano el Meloda
Queridos hermanos y hermanas:
En la serie de catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero hablar hoy de una figura poco conocida: Romano el Meloda, que nació en torno al año 490 en Emesa (hoy Homs), en Siria. Teólogo, poeta y compositor, pertenece al gran grupo de teólogos que transformó la teología en poesía. Pensamos en su compatriota, san Efrén de Siria, que vivió doscientos años antes que él. Y pensamos también en teólogos de Occidente, como san Ambrosio, cuyos himnos todavía hoy forman parte de nuestra liturgia y siguen tocando el corazón; o en un teólogo, un pensador muy profundo, como santo Tomás, que nos ha dejado los himnos de la fiesta del Corpus Christi de mañana; pensamos en san Juan de la Cruz y en otros muchos. La fe es amor y por ello crea poesía y crea música. La fe es alegría y por ello crea belleza.
Romano el Meloda es uno de estos, un poeta y compositor teólogo. Aprendió los primeros elementos de la cultura griega y siríaca en su ciudad natal, se trasladó a Berito (Beirut), perfeccionando allí su formación clásica y sus conocimientos retóricos. Ordenado diácono permanente (en torno al año 515), fue predicador en esa ciudad durante tres años. Después se fue a Constantinopla, hacia fines del reino de Anastasio I (alrededor del año 518), y allí se estableció en el monasterio anexo a la iglesia de la Theotókos, Madre de Dios.
Allí tuvo lugar un episodio clave en su vida: el Sinaxario nos informa sobre la aparición de la Madre de Dios en sueños y sobre el don del carisma poético. En efecto, María le pidió que se tragara una hoja enrollada. Al despertar, a la mañana siguiente -era la fiesta de la Navidad-, Romano se puso a declamar desde el ambón: "Hoy la Virgen da a luz al Trascendente" (Himno sobre la Navidad I, Proemio). De este modo, se convirtió en predicador-cantor hasta su muerte (acontecida después del año 555).
Romano ha pasado a la historia como uno de los más representativos autores de himnos litúrgicos. Para los fieles, la homilía era entonces prácticamente la única oportunidad de enseñanza catequética. Así, Romano se presenta como un testigo eminente del sentimiento religioso de su época y también de un modo vivo y original de catequesis. A través de sus composiciones podemos darnos cuenta de la creatividad de esta forma de catequesis, de la creatividad del pensamiento teológico, de la estética y de la himnografía sagrada de aquella época.
El lugar en el que Romano predicaba era un santuario de las afueras de Constantinopla: subía al ambón, colocado en el centro de la iglesia, y se dirigía a la comunidad recurriendo a una escenografía bastante compleja: montaba representaciones en las paredes o ponía iconos sobre el ambón y también utilizaba el recurso del diálogo. Pronunciaba homilías métricas cantadas, llamadas kontákia. Al parecer, el término kontákion, "pequeña vara", hace referencia al pequeño palo redondo en torno al cual se envolvía el rollo de un manuscrito litúrgico o de otro tipo. Los kontákia que se han conservado con el nombre de Romano son ochenta y nueve, pero la tradición le atribuye mil.
En Romano, cada kontákion se compone de estrofas, por lo general de dieciocho a veinticuatro, con el mismo número de sílabas, estructuradas según el modelo de la primera estrofa (irmo); también los acentos rítmicos de los versos de todas las estrofas siguen el modelo del irmo. Cada estrofa concluye con un estribillo (efimnio), por lo general idéntico, para crear la unidad poética. Además, las iniciales de cada estrofa indican el nombre del autor (acróstico), precedido frecuentemente por el adjetivo "humilde". El himno se concluye con una oración que hace referencia a los hechos celebrados o evocados. Al terminar la lectura bíblica, Romano cantaba el Proemio, casi siempre en forma de oración o súplica. Así anunciaba el tema de la homilía y explicaba el estribillo que se debía repetir en coro al final de cada estrofa, declamada por él rítmicamente en voz alta.
Un ejemplo significativo es el kontákion con motivo del Viernes de Pasión: se trata de un diálogo entre María y su Hijo, que tiene lugar en el camino de la cruz. María dice: "¿A dónde vas, hijo? ¿Por qué recorres tan rápidamente el camino de tu vida? / Nunca habría pensado, hijo mío, que te vería en este estado, / y nunca habría podido imaginar que llegarían a este grado de locura los impíos, / poniéndote las manos encima contra toda justicia". Jesús responde: "¿Por qué lloras, Madre mía? (...). ¿No debería padecer? ¿No debería morir? / Entonces, ¿cómo podría salvar a Adán?". El Hijo de María consuela a su Madre, pero le recuerda su papel en la historia de la salvación: "Depón, por tanto, Madre; depón tu dolor: / no está bien que gimas, pues fuiste llamada "llena de gracia"" (María al pie de la cruz, 1-2; 4-5).
Asimismo, en el himno sobre el sacrificio de Abraham, Sara se reserva la decisión sobre la vida de Isaac. Abraham dice: "Cuando Sara escuche, Señor mío, todas tus palabras, / al conocer tu voluntad, me dirá: / "Si quien nos lo ha dado lo vuelve a tomar, ¿por qué nos lo ha dado? / (...) Tú, oh anciano, déjame a mi hijo, / y cuando lo quiera quien te ha llamado, tendrá que decírmelo a mí"" (El sacrificio de Abraham, 7).
Romano no usa el griego bizantino solemne de la corte, sino un griego sencillo, cercano al lenguaje del pueblo. Quiero citar un ejemplo del modo vivo y muy personal como habla del Señor Jesús: lo llama "fuente que no quema y luz contra las tinieblas", y dice: "Yo me atrevo a tenerte en mis manos como una lámpara, / pues quien lleva un candil entre los hombres es iluminado sin quemarse. / Ilumíname, por tanto, tú que eres Luz inextinguible" (La Presentación o Fiesta del encuentro, 8). La fuerza de convicción de sus predicaciones se fundaba en la gran coherencia que existía entre sus palabras y su vida. En una oración dice: "Haz clara mi lengua, Salvador mío, abre mi boca / y, después de llenarla, traspasa mi corazón para que mi actuar / sea coherente con mis palabras" (Misión de los Apóstoles, 2).
Examinemos ahora algunos de sus temas principales. Un tema fundamental de su predicación es la unidad de la acción de Dios en la historia, la unidad entre la creación y la historia de la salvación, la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Otro tema importante es la pneumatología, es decir, la doctrina sobre el Espíritu Santo. En la fiesta de Pentecostés subraya la continuidad que existe entre Cristo, que ha ascendido al cielo, y los Apóstoles, es decir, la Iglesia, y exalta su acción misionera en el mundo: "Con la fuerza divina han conquistado a todos los hombres; / han tomado la cruz de Cristo como una pluma, / han utilizado las palabras como redes y con ellas han pescado al mundo, / han usado el Verbo como anzuelo agudo; / para ellos ha servido de cebo / la carne del Soberano del universo" (Pentecostés, 2; 18).
Naturalmente, otro tema central es la cristología. No entra en el problema de los conceptos difíciles de la teología, tan debatidos en aquel tiempo, y que rasgaron la unidad, no sólo entre los teólogos, sino también entre los cristianos en la Iglesia. Predica una cristología sencilla, pero fundamental: la cristología de los grandes Concilios. Pero sobre todo está cerca de la piedad popular —de hecho, los conceptos de los Concilios han surgido de la piedad popular y del conocimiento del corazón cristiano—; así, Romano subraya que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, y al ser verdadero hombre-Dios es una sola persona, la síntesis entre creación y Creador: en sus palabras humanas escuchamos la voz del Verbo mismo de Dios. "Cristo era hombre —dice—, pero también Dios; / sin embargo, no estaba dividido en dos: es Uno, hijo de un Padre que es Uno solo" (La Pasión, 19).
Por lo que se refiere a la mariología, agradecido a la Virgen por el don del carisma poético, Romano la recuerda al final de casi todos los himnos y le dedica sus kontákia más hermosos: Natividad, Anunciación, Maternidad divina, Nueva Eva.
Por último, las enseñanzas morales están relacionadas con el juicio final (cf. Las diez vírgenes [II]). Nos lleva hacia ese momento de la verdad de nuestra vida, la comparecencia ante el Juez justo, y por ello exhorta a la conversión haciendo penitencia y ayuno. De modo positivo, el cristiano debe practicar la caridad, la limosna. En dos himnos, Las Bodas de Caná y Las diez vírgenes, pone de relieve el primado de la caridad sobre la continencia. La caridad es la más grande de las virtudes: "Diez vírgenes poseían la virtud de la virginidad intacta, / pero para cinco de ellas el duro ejercicio no dio fruto. / Las otras brillaron con las lámparas del amor a la humanidad, / por eso las invitó el esposo" (Las diez vírgenes, 1).
Los cantos de Romano el Meloda están impregnados de humanidad palpitante, de ardor de fe y de profunda humildad. Este gran poeta y compositor nos recuerda todo el tesoro de la cultura cristiana, nacida de la fe, nacida del corazón que se ha encontrado con Cristo, con el Hijo de Dios. De este contacto del corazón con la Verdad, que es Amor, ha nacido la cultura, toda la gran cultura cristiana. Y si la fe sigue viva, esta herencia cultural no muere, sino que sigue viva y presente. Los iconos siguen hablando hoy al corazón de los creyentes; no son cosas del pasado. Las catedrales no son monumentos medievales, sino casas de vida, donde nos sentimos "en casa": en ellas encontramos a Dios y nos encontramos los unos con los otros. Tampoco la gran música —el canto gregoriano, o Bach o Mozart— es algo del pasado, sino que vive en la vitalidad de la liturgia y de nuestra fe.
Si la fe es viva, la cultura cristiana no se convierte en algo "pasado", sino que sigue viva y presente. Y si la fe es viva, también hoy podemos responder al imperativo que siempre se repite en los Salmos: "Cantad al Señor un cántico nuevo".
Creatividad, innovación, cántico nuevo, cultura nueva y presencia de toda la herencia cultural en la vitalidad de la fe no se excluyen, sino que son una sola realidad: son presencia de la belleza de Dios y de la alegría de ser hijos suyos

Friday, May 02, 2008

Somo hijos, no huérfanos

La invitación a la libertad, el valor de las obras y el documento de Aparecida. Dieciséis años después de la última visita de don Giussani, los responsables de las comunidades de América Latina se enfrentan a la pregunta: «¿Qué buscáis?»
Roberto Fontolan
Doce banderas, trescientas voces, la vocación de San Mateo que pintó Caravaggio, y el lema: “Amigos, ou seja testemunhas”, identifican el objetivo fundamental: retomar juntos la Asamblea Internacional de La Thuile. En Atibaia, a una hora de camino de la brasileña São Paulo, la asamblea de los responsables de América Latina comienza el 22 de febrero, aniversario de don Giussani, con Povera voce y el recuerdo de los objetivos que él mismo asignó a este encuentro continental: crecer como personas, experimentar la unidad y ser una presencia misionera. La última visita de don Giussani a América Latina tuvo lugar en 1992, precisamente con ocasión de una asamblea de este tipo. Dieciséis años después, la realidad del movimiento le sorprendería: pequeñas y grandes comunidades diseminadas por todas partes, obispos y sacerdotes, casas de los Memores Domini y de la Fraternidad San Carlos, obras sin ánimo de lucro y empresas, la difusión de “su” Banco de Alimentos, los proyectos que AVSI promueve en colaboración con el Banco Mundial, innumerables obras sociales y educativas. Nada vistoso o llamativo: una presencia humilde, realista y amorosa. Todo ello fruto de la fidelidad a un carisma que siempre ha albergado un afecto especial por América Latina. Ya en la prehistoria de los años 60 los chicos de GS marchaban rumbo a Brasil, y en 1989, acompañando al aeropuerto al padre Trento que salía hacia Paraguay, don Giussani le exhortó: «Imita a los jesuitas que crearon las Reducciones» (y eso ha hecho). Julián Carrón, dando inicio a la asamblea, parece tener en la cabeza toda esta historia, rememorar esta larga fidelidad. «¿Qué buscáis?». El sucesor de don Giussani lanza de nuevo la pregunta de Jesús. ¿Qué buscáis hoy? ¿En este instante, en esta sala? Recorriendo un párrafo de la Spe Salvi, Carrón retoma la visión ratzingeriana: en materia de progreso moral el hombre no puede contentarse con los pasos ya dados, no puede seguir adelante viviendo de las rentas, porque la libertad del hombre es siempre nueva y en este terreno es siempre necesario un nuevo inicio. El tesoro moral de la humanidad es esta invitación continua a la libertad. Fascinante, ¿verdad? Con todo lo que se ha dicho y escrito y descubierto y filosofado y argumentado y sentenciado y profundizado, al final, a cada cual le toca elegir, ningún mecanismo puede sustituirme. He aquí por qué cada corazón debe responder a la pregunta acerca de lo que busca. Es la valoración extrema del yo personal, único e irrepetible: nadie, ni los padres, ni los profesores, ni la sociedad, ni la Iglesia, ni tampoco el movimiento puede sustituirnos en esa respuesta: «El yo es relación directa e inmediata con el Misterio».En las largas horas de la intensa asamblea se abordan dramas y nuevos descubrimientos, certezas y vicisitudes. La profesora entusiasmada con sus chicos, el padre en dificultad, el universitario aventurero, el psiquiatra dubitativo, la abogado triunfadora, el líder popular y el empresario preocupado por el futuro de su país. Venezuela, Perú, México, Argentina, Chile, Paraguay… Un corazón humano en la realidad de América Latina, donde es más fácil ceder a los sentimientos que a la reflexión personal. Un contexto social áspero, extremo, siempre incumbente, provocador, que supone una suerte de aguijón, una necesidad que urge, casi sin interrupción, una reflexión sobre el yo, las obras y la presencia social. Junto a Carrón, toma la palabra Giorgio Vittadini: «Las obras son fundamentales para mostrar a todos la novedad que el cristianismo introduce en el mundo; las obras son el fruto de la fe, manifiestan la presencia real de Cristo. Si la fe no genera un cambio, al cabo de un tiempo, deja de tener interés».Como en un multitudinario raggio giussaniano la experiencia se desnuda hasta lo esencial, descendiendo cada vez más en profundidad. En el encuentro con Cristo, ¿no se ha movido acaso la parte más íntima y desconocida de cada uno de nosotros? «¿No ardía nuestro corazón mientras él hablaba?». «Salvando la distancia entre el hombre y Dios, haciéndose a un tiempo sacerdote y víctima, Él nos ha alcanzado con su iniciativa de amor. Somos hijos, no el resultado de las circunstancias». Es este el tema que recorre los días del encuentro y que aparece, tal cual, en el documento final de Aparecida (donde hace unos meses se celebró la asamblea del CELAM, inaugurada por el Papa) que “dom” Filippo Santoro, obispo de Petrópolis, presentó a la Asamblea.Somos hijos, insiste en varias ocasiones Carrón, no huérfanos: es este el punto de partida, el dato concreto que nos pone en movimiento. Pero, ¿somos conscientes de ello? «Es necesario partir de la piedad con la que Cristo nos mira, porque sólo ésta nos saca de la indolencia y de la insensibilidad. Tú eres mirado así y, por eso, miras así a los demás». ¿Y cuando el otro supone un problema? ¿Cuando no responde, cuando no corresponde? ¿Si no reacciona como debería? ¿Si se equivoca continuamente? ¿Si te desilusiona? «El otro es un misterio, no un mecanismo. La única forma verdadera de relación es el testimonio». Nos ofrece además una imagen sorprendente: «¿Cuántas veces debe sonreír una madre para poder arrancar una sonrisa a su niño? ¿Creéis que se puede calcular? ¿Acaso es un peso para ella?». Revelación desarmante y desarmada que nos conduce hasta el punto esencial, a la sonrisa de Jesús mientras pregunta: «¿Qué buscáis?». En la mente, las orillas del lago Tiberíades se convierten en los grises rascacielos de São Paulo. «Ahora, sucede ahora. Reconocer Su presencia es siempre un acto de la libertad, que se renueva».
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«La naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo y en seguirlo. Esta fue la extraordinaria experiencia de aquellos primeros discípulos que, al encontrar a Jesús, se quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo en cómo les trataba, respondiendo al hambre y a la sed de vida que tenían en el corazón. Juan el evangelista nos dejó la viva descripción del impacto que produjo la persona de Jesús sobre los dos discípulos que lo encontraron, Juan y Andrés. Todo comienza con una pregunta: “¿Qué buscáis?” (Jn 1, 38). A esta pregunta le sigue la respuesta: “Venid y veréis” (Jn 1, 39). Esta narración permanecerá en la historia como la única síntesis del método cristiano». (del documento Conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe, Aparecida, 13-31 de mayo 2007, par. 244)