Monday, October 15, 2007

LA HERIDA DE LA BELLEZA

El hombre, hambre insaciable de identidad que sólo una “palabra” viva y hecha carne puede saciar. a cargo de Edoardo Rialti«Este libro os romperá el corazón, y os mostrará por qué vuestro corazón necesitaba romperse». Con esta frase se reseñaba una de las novelas de Michael O’Brien, el escritor y pintor canadiense autor de El Padre Elías: un Apocalipsis. Sus protagonistas son hombres humillados y heridos, aparentemente de poca importancia, cuyas “pequeñas” decisiones y su camino hacia el amor y la verdad resultan ser decisivos para el destino del mundo, capaces de llevar a los demás hombres amor y libertad. Se ha comparado a O’Brien con autores de la talla de Flannery O’Connor, Graham Green o C.S. Lewis.
Usted se ha referido muchas veces a la pérdida de la paternidad y la filiación espiritual como a una de las heridas más graves del hombre moderno. En los últimos Ejercicios espirituales de la Fraternidad de CL Julián Carrón nos ha reclamado insistentemente a nuestra dependencia original del Misterio de Dios. Todo hombre es «relación directa, exclusiva con Dios, cosa que se refleja en que somos necesitados, mendigos». ¿Qué significado tiene en su propia vida descubrirse hijo, mendigo del Misterio?
Esta aparente contradicción –la de ser a la vez hijos y mendigos– en realidad no lo es. Para Dios somos seres amados, aunque en nosotros se haya dañado su imagen y semejanza. Somos como mendigos porque nuestro ser es profundamente pobre, nuestra inteligencia se ha visto oscurecida y nuestra voluntad debilitada por la caída del hombre, y seguimos siendo capaces de hacer el mal. A pesar de todo, nuestro Padre ama en nosotros la imagen del hijo; Él ve que verdaderamente estamos en Él, según su propio plan, “desde el principio”, como dice la Escritura. Como el hijo pródigo que vuelve a su padre como mendigo, nosotros no reclamamos ningún derecho para nosotros mismos. Abrimos confiadamente nuestras manos y nuestro corazón sobre los que Él derrama aquello que necesitamos –sobre todo nos otorga la identidad de ser auténticos hijos. Somos mendigos, pero mendigos muy amados. Cristo ha vivido con nosotros y por nosotros ha muerto, compartiendo nuestra pobreza. Él desea llevarnos con él al palacio real, como legítimos herederos del Reino. En mi propia vida he recibido gracias poderosas cuando he rezado en condiciones de debilidad, sin mérito alguno por mi parte, cuando no tenía nada que ofrecer al Señor más que cierta confianza en Sus promesas. A medida que envejezco me doy más cuenta de que debo hacerme joven de corazón, y volver a ser como un niño pequeño. En este sentido puedo decir que la pobreza es mi única riqueza, y que, de manera extraña, ha sido fuente de un gran gozo. Cuando somos así de pobres es cuando permitimos que nuestro Padre nos lo dé todo.
¿Qué le sucede al hombre cuando se extravía o rechaza esta relación?
Si no maduramos en Cristo –es decir, hasta que no volvamos a ser como niños–, somos como adolescentes inquietos que quieren ser “independientes”, que rechazan la autoridad y los límites de cualquier tipo, pensando que así serán “más libres”. En el peor de los casos esto se convierte en un modo de vivir que provoca una ceguera cada vez mayor y graves malformaciones en la propia percepción y en las propias acciones. En cierto sentido, una persona moderna sin fe está a la deriva en un cosmos desorientado. Vive en un mundo plano, que carece de sentido, aun estando lleno de estímulos poderosos y de mucho ruido. No se conoce a sí mismo y por eso intenta colmar su hambre de identidad con la inmediatez de las sensaciones físicas, a través del poder y la manipulación de los demás, de la droga de las ideologías de la revolución social, con falsas “espiritualidades” que tapan el vacío que se abre en su interior, o convirtiendo diferentes cosas en auténticos ídolos. Como resultado de ello, aunque busca continuamente el amor, si no desarrolla la auténtica responsabilidad que el amor genera, se vuelve cada vez menos capaz de ofrecer el don de sí mismo como persona única. Conozco bastante bien esta dinámica, porque así es como yo viví parte de mi juventud. Estaba completamente ciego, y lo que es peor, no sabía que lo estaba y consideraba mi ceguera como una forma superior de ver.
Muchas veces el Santo Padre ha sostenido que encontrar a Cristo es encontrar la Suprema Belleza, y que la belleza abre una herida en el corazón del hombre. El hombre queda herido por Cristo. ¿Puede ayudarnos a comprender cómo una belleza que produce una herida puede ser una ayuda para el camino del hombre?
La belleza en la creación es expresión de la belleza de Aquel que la ha creado. Es una forma de lenguaje, palabras que se encarnan en nuestro Padre celestial, dador y redentor a través de su Hijo, mediante el dulce fuego del Espíritu Santo. Somos conscientes de ello antes incluso de conocer su verdadero significado, porque Dios lo ha inscrito así en nuestra naturaleza. Si existen cosas en la creación material, en el arte o en la experiencia humana que nos hacen caer de rodillas en actitud de reverencia y admiración, ¡qué no será cuando nos encontremos ante el rostro escondido de Dios a la luz de la eternidad! Platón dice que la filosofía nace del “estupor”, de una admiración reverencial ante un misterio –un misterio que de cualquier manera habla a nuestra alma y que dice que “este”, “aquí” y “ahora” es el momento preciso de un descubrimiento, de un desvelarse del verdadero significado de mi existencia según modalidades que sobrepasan la razón–. También la poesía nace del estupor, incluso el amor nace del asombro ante el milagro del ser de la persona amada. A través de encuentros como estos llegamos a darnos cuenta de que formamos parte de una Gran Historia, una obra de arte grande y maravillosa, una obra maestra viva que sigue creciendo, no un producto cultural muerto y mucho menos una máquina. En realidad las artes son lenguajes del espíritu humano, en todo caso co-creaciones, el espíritu humano y el Espíritu Santo que colaboran para ofrecer belleza nueva al mundo. Pero dentro de este asombro encontramos también la conciencia de que todavía no hemos alcanzado la plena recapitulación de todas las cosas en Cristo, que el mundo que nos rodea y nuestra vida interior sufren todavía los daños causados por la caída del hombre. Cuando hacemos silencio dentro de nosotros, cuando permanecemos en actitud de profunda y silenciosa escucha ante una obra de arte, ante otra alma humana o ante un fenómeno del mundo natural (contemplando el mar, escuchando el canto de la alondra, observando la perfecta simetría de una piña o la inmensidad de las constelaciones de estrellas), experimentamos a la vez gozo y dolor. Se puede percibir una ausencia, como la que experimenta el enamorado al separarse de su amada. Se advierte un estremecimiento, como la emoción profunda que experimentamos cuando nos conmueve una pieza de música. ¿Por qué hay personas que lloran al escuchar una sinfonía y no pueden explicar por qué lo hacen? Son lágrimas que curan y consuelan, y que al mismo tiempo conllevan una tristeza, ¿pero por qué tristeza?, porque en la profundidad del alma hemos encontrado una “palabra” viva y hecha carne, hemos encontrado al Espíritu que habla a través del artista. En cierto sentido la obra de arte nos libera, y por eso la herida es dulce; gracias a ella llegamos a conocer un poco mejor lo que somos, nuestro valor eterno, la verdad plena del hombre –su grandeza y su iniquidad. Así experimentamos el gozo por lo que hemos descubierto y el dolor por haber estado ciegos y por el largo camino que nos queda por recorrer.
En su novela, el padre Elías encuentra siempre consuelo cuando se descubre amado por otros hasta el sacrificio. Sus padres, Pawel, el padre Mateo, Ana, el Santo Padre... en ellos él se reconoce alcanzado por el amor y el sacrificio del mismo Jesucristo que les ha «atraído hacia Sí en la dinámica de su entrega». La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega (cf. Benedicto XVI, Deus Charitas est). ¿Es esto lo que olvidan y rechaza los demás prelados de su novela que ceden a las mentiras del poder del mal? Cree usted también, como don Giussani que la grave culpa de cierta Iglesia ha sido y sigue siendo la de «avergonzarse de Cristo»?
Totalmente. Es el amor el que nos muestra quiénes somos ¿Y quién es el amor perfecto? Jesús en la Santísima Trinidad, en la Cruz, en la Eucaristía. ¿Nos avergonzaríamos de la persona amada delante de los hombres? ¿Nos daría miedo que otros la conocieran? ¿Nos avergonzaríamos de nuestra esposa y de nuestros hijos? ¿Los esconderíamos y llegaríamos a olvidarnos de ellos por miedo a que nos causaran dificultades o tensiones con la gente que no sabe lo que es la familia y el matrimonio? Si fuera así no conoceríamos de verdad a los que amamos y no querríamos su bien. ¿Por qué entonces actuamos así con nuestro Divino Amado? Un error que muchas veces se intenta racionalizar mediante el argumento de las “consideraciones estratégicas” y no me refiero a prudencia o perspicacia, sino más bien a esa continua tendencia humana a apoyarse en las propias capacidades o lo que uno conoce para valorar lo que está bien o para evitar lo que puede ser un problema. Muchas personas de buena voluntad sucumben hoy en día a una falsa interpretación del argumento del “mal menor”. Es muy peligroso convertirse en un “estratega de Cristo”: con demasiada facilidad nuestra humana forma de pensar reemplaza la mente de Cristo; con mucha frecuencia un neo-gnosticismo inconsciente puede infectar el proceso de discernimiento y entonces el ejercicio de los dones espirituales se debilita y se amortigua, perdemos de vista con demasiada facilidad la llamada de Nuestro Señor a ser “signo de contradicción”, si se me permite usar las proféticas palabras de Simeón en el segundo capítulo de san Lucas. ¿No nos encontramos todos frente a esta prueba, por grandes o pequeños que seamos? Ante pruebas como esta la persona se juega su propia identidad, muchas veces sin darse cuenta de ello. Con decisiones como estas nos acercamos a Jesús o nos alejamos de él. Se trata –en una palabra– del misterio de la cruz.
Usted es gran admirador de la obra de Tolkien y de Lewis; por otra parte más de una vez ha avisado del peligro de la “corrupción de la imaginación”, presente en muchas novelas juveniles contemporáneas de género fantástico. ¿Cuál es a su juicio la diferencia entre una buena obra de este género y una mala?
La respuesta a esta pregunta requeriría todo un libro, pero con unas cuantas ideas se puede ayudar a comprender el problema. El hombre es un ser simbólico y los símbolos desempeñan un papel crucial en la construcción de su capacidad de conocer y en la formación de su conciencia moral. La conciencia ejerce su influencia sobre nuestra manera de percibir y por lo tanto sobre nuestra manera de actuar. Si malinterpretamos el simbolismo, confundimos nuestra capacidad de conocer las cosas por lo que son, lo cual nos hace vulnerables a la deformación de nuestra percepción y de nuestras acciones. Por ejemplo, muchas novelas fantásticas utilizan la simbología de la brujería y de la magia como metáforas o dinámicas de su trama, presentándolas ante los jóvenes lectores como moralmente neutrales y en algunos casos como bienes positivos. Claramente esta es una corrupción del orden moral del cosmos. Tolkien puso claramente en evidencia en su ensayo Sobre los Cuentos de Hadas que lo importante no es que el autor se aleje del orden físico del universo, puede hacerlo cuanto quiera siempre que tenga cuidado de ser fiel al orden moral del universo. Una fantasía sana –“la imaginación bautizada” o la imaginación hecha carne– genera en nosotros admiración, y ésta a su vez lleva a que el hombre reconozca dentro de sí el sentido de lo trascendente, la maravilla en la que vivimos, nos movemos y existimos. Por el contrario, una fantasía corrompida introduce al lector en un mundo de estímulos viscerales, de escalofríos, de ego, de una percepción falsa de sí mismo. Aún así, se pueden encontrar algunos “valores” y aspectos tradicionales de la fantasía, pero estos pondrán de manifiesto sus propias contradicciones internas. Al final genera en el joven lector una confusión moral que puede dar lugar a potentes y negativos modelos de comportamiento.

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